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"Nuestro viejo, querido y pequeño enorme amigo Abdul (Little) Karim"

Con Karim, en Skardú. Corría el año de 1986

Por Juanjo San Sebastián

Qué necesaria es, a veces, la soledad. Y qué fecunda y pródiga, la tristeza: siempre, impunemente, nos regala lucidez. A veces, alguien muy querido se va. Y nos deja un poco “solos”. Y un poco tristes. El pasado 3 de abril de 2022, así me dejó mi amigo Karim, posiblemente, la persona más querida de todas las que he conocido “lejos”.

A veces me piden que escriba algo. Suele parecerme una idea excelente: me gusta escribir; pero siempre soy capaz de encontrar actividades que me gustan más. Y casi siempre tienen que ver con cosas que generan cansancio físico: “rejuntear” muros de piedra, cortar leña, pasear por el monte, esquiar, escalar…  infinitamente más atractivas. Pero anteayer, el día me regaló soledad y tristeza. Y algo de lucidez, cosa bastante poco habitual entre mis capacidades. “Esta noche ha muerto Karim”, me dijo ayer mi amigo Sebas. Y me dejó muy triste. Y tan lúcido me dejó la tristeza que hasta caí en algo importante: ¡Hombre, pero si esto ya lo tengo casi escrito!  Solo hay que cambiar un poquito la estructura y ya está. Es algo que escribí hace no mucho tiempo. Era la parte final de un libro que titulé, precisamente “Cuánto es mucho tiempo” y que presentamos en la penúltima edición del “Mendi”. Lo que viene a continuación supone el final de esa obra, en parte, porque ése era su orden cronológico. Y en una parte más importante porque recoge algunas de las emociones más intensas y valiosas que he tenido la suerte de vivir.

Ahora a ver quién es el gilipollas que se compra el libro después de haber leído el final… pero hoy no quiero hablar del libro. Quiero hablar de mi amigo Karim. Y de otras sensaciones fantásticas que he vivido, en muy buena medida, gracias a él. Por cierto, aunque es muy conocida, no me resisto a contar una anécdota de nuestro amigo: cuentan que, cuando los 70 iniciaban su andadura, quien luego fuera Sir Christian Bonington se acercó por el Baltoro en una de sus primeras expediciones por la zona. Bonington necesitaba porteadores, y Karim, trabajo. El inglés rechazó al baltí a la primera mirada: ¿Qué trabajo de carga podía realizar un hombre enjuto que apenas alcanzaba el metro y medio de estatura? Karim necesitaba trabajar, de modo que alzó amablemente a Bonington y, con él y su 1,80 de estatura en brazos, lo sacó a la calle, dio una vuelta completa a la manzana y volvió a depositarlo suavemente en el mismo lugar. “Little” Karim se ganó así su primer trabajo como porteador y aquél fue el principio de su leyenda. Las que vienen a continuación son algunas de las cosas que tuve la fortuna de compartir con él.

 Karim, en su casa de Hushé, en nuestra última visita en 2018

AMINA, SUDIQA, MARIOM, EL NORTE DE PAKISTAN Y, SOBRE TODO,

ABDUL (“LITTLE”) KARIM

Corría el verano de 2018. Aquel verano realicé uno de los viajes más excepcionales de mis últimas décadas. Aparentemente no tendría por qué haberlo sido: al fin y al cabo, el país que visitaba era conocido. El acompañante, también. El viaje no sólo discurría por un país muy querido. También lo hacía por paisajes bellísimos, por emociones y estados de ánimo, por evocaciones y recuerdos, por intensísimas experiencias vividas en esa clase de territorios que te transforman. Era como acudir a un lugar en el que uno puede ver lo más importante de su evolución vital. Se cumplían 35 años de mi primera visita a Pakistán. Y creo que para mi hijo Jon -mi acompañante- fue su primer gran viaje. Desde nuestros primeros momentos en el “País de los Puros” me sorprendió un impulso ya conocido: en algunos momentos, mi paisaje preferido no era aquél que nos rodeaba. Al igual que en las primeras veces que llevaba a mi hijo al cine, no era la pantalla la que arrebataba mi atención, sino su cara fascinada por la emoción ante lo que él veía. Aquellos momentos mágicos duraban hasta que Jon se daba cuenta de la situación y me lanzaba una mirada como diciendo: “tú aita, estás gilipollas ¿Verdad?”.

El viaje duró un mes, escaso e intenso. Recorrimos la “Karakoram Highway”, atravesamos el valle de Hunza, nos enamoramos de Shimshal y de sus gentes, alcanzamos el pie del Mangilik Sar, admiramos el cañón del Indo… después, ya en Baltistán, nos afeitaron y adecentaron en una barbería fantástica (la más hortera) de Skardú. Alcanzamos Khaplu y llegamos hasta Saling, Machulu y Hushé, me reencontré con viejos y queridísimos amigos, cuyos afectos impresionaron a Jon, al tiempo que él entablaba los suyos (le encantaba que le dijeran que parecía pakistaní). Todo fue magnífico en este viaje, que tuvo dos partes: la segunda fue nuestra excursión al Machulu La y la primera, conocer a...

 

AMINA, SUDIQA Y MARIOM

Compartir un viaje con tres mujeres en Pakistán es algo excepcional, sin embargo, aquella parte del periplo comenzó con una imagen tantas veces repetida: un campo base en el Karakorum, con Sebastián Álvaro. Con él, formando parte del paisaje habitual de tantas otras ocasiones, también se encuentra nuestro viejo, querido y pequeño enorme amigo Abdul (Little) Karim. En cierta ocasión me preguntaron cuál había sido mi “mayor logro”. Agradecí la pregunta porque gracias a ella descubrí una respuesta que me sorprendió: “creo que mi mayor logro no lo constituye ninguna cima, ninguna ruta escalada… posiblemente mi mayor logro es que la vida que estoy viviendo se parece mucho a la que quiero vivir.” Recordé aquella pregunta en aquel momento porque –no me cupo la menor duda- me encantaba estar viviéndolo. A Sebas, el mayor culpable de este encuentro, su hijo Javi le acompaña desde la distancia manejando algunos hilos de esta historia, a la que finalmente dará forma de documental. A mí me acompaña mi hijo Jon y con Karim se encuentran dos de sus hijos y tres de sus nietas. Ese cuadro recurrente, con todos nosotros (y algunos amigos nuevos más) ante la tienda-comedor, al pie del Mangilik Sar, me hace sentir que hemos sabido –y podido- tejer lazos vitales profundos, que hemos sacado provecho de nuestras experiencias, que somos muy afortunados… que la vida que estamos viviendo, se parece mucho a la que queremos vivir. He hecho unos 10 largos viajes por Pakistán que suman más de dos años de estancia en el país, conozco por sus nombres y ubicación infinidad de lugares, de ciudades, de montañas, de amigos locales… pero si exceptuamos Fátima y -por causas que quizá merezcan otro relato- Shumaila, no conozco ningún nombre musulmán de mujer. En realidad, después de todos estos años, nunca he tratado con ninguna mujer de Pakistán. Así que antes aún de conocer los nombres de las nietas de Karim, me dejo atrapar por una cierta sensación de que el mundo va tornándose más amable… porque mi hijo sólo ha necesitado unos días, y no 35 años, para compartir una pequeña parte de su vida con Amina, con Sudiqa y con Mariom.

Jon, junto a Karim, Mariom, Sudiqa y Amina

Jon y yo habíamos iniciado el viaje unos días más tarde. Y no pudimos alcanzarlas antes de que ellas hubiesen llegado hasta el pie de la montaña que todos queríamos ascender. Contaré, pues, la historia de aquel campo base en el que me sentí feliz, orgulloso y triste: el Campo Base del Mangilik Sar. La llegada a un campo base suele ser siempre motivo de alegría. Significa, al menos, tres cosas: una, que se ha cubierto la primera etapa de toda expedición. Otra, que uno se encuentra en el umbral para lo definitivo: en la fase en la que se prepara la cumbre. Y, por último, suele convertirse en un lugar donde se goza de ciertas comodidades. Para mi hijo Jon suponía, además, alcanzar la mayor altitud a la que había ascendido nunca: 4700 metros, casi la cota del Mont Blanc.  Y, para ambos, aquel campo base significaba, sobre todo, el reencuentro con viejos amigos, el encuentro con otros nuevos y, cómo no, el momento de conocer a Amina, Sudiqa y Mariom. Los recuerdos que atesoro de aquella tarde, y del día siguiente, no guardan el orden de un relato. Me vienen más bien como en una sucesión casi numérica de cosas importantes:  la imagen, a lo lejos, del campo base con todos aquellos amigos y compañeros de peripecia, ante las tiendas esperándonos, contando con nosotros. La conjunción de Karim y Sebas, elementos químicos básicos de donde surgen los orígenes de ésta y de otras historias. Los viejos amigos. Los nuevos. El detalle de Jon, de prescindir del pantalón corto –su preferido- y usar el largo para su encuentro con tres chicas educadas en el Islam. La conexión inmediata entre él y las tres nietas de Karim. Confluencias de edades, de energías vitales, de curiosidad y atracción ante lo diferente, de empatía… La presencia de Hanif y Hussein, hijos de Karim, padres de Amina y Sudiqa. La ausencia de… -nunca he sabido su nombre- de la hija de Karim, madre de Mariom. 

Todo lo que pasó después fue sencillamente magnífico: dirigidas y acompañadas por Miriam, guía de montaña de Benasque, las tres alcanzaron la cima del Mangilik Sar, de 6060 metros. Los acompañaron Hanif y Hussein. Y Sebas, y todos los viejos y nuevos amigos. No pude estar a su lado en la cumbre, pero me sentí feliz. Por ellos y, sobre todo, por ellas. Ni mi hijo ni yo pudimos compartir la cima. El grupo había empezado a caminar dos días antes que nosotros: sólo dos días, que marcaron la diferencia entre estar aclimatado o no estarlo, entre poder o no poder alcanzar la cumbre. Por un momento pensé que Jon, mucho más fuerte que yo, iba a hacerlo. Pero me encantó cuando me contaron que, a poco más de 200 metros del final, decidió dar media vuelta sin aspavientos y regresar al campo base. Creo que entonces, me sentí orgulloso. Estuvimos tres días escasos en aquella pradera. Tres días en los que Karim apenas se movió de su tienda. Como la mayoría de los baltíes de su generación, él no sabe seguro cuántos años tiene. Sabe que, aproximadamente tantos como yo, si bien una enfermedad crónica que arrastra le hace aparentar muchos más en determinados momentos bajos, como el que ahora atraviesa. En esos momentos, sin dejar de observarle y sin poder olvidar al portento físico que conocimos hace 35 años, fue cuando me sentí triste.

El Karakorum es una cordillera relativamente pequeña: su longitud apenas alcanza los 500 Kilómetros, frente –por poner algún ejemplo- a los 1500 del Himalaya, los 3000 del Kun Lun o los 7000 de los Andes. Sin embargo, en el Karakorum se dan circunstancias que no se repiten en ningún otro escenario montañoso del mundo: allí se encuentran 60 de los 110 picos más elevados, la mayor superficie cubierta por glaciares –si exceptuamos las regiones polares y sus zonas de influencia- y los mayores desniveles del mundo. Así de excepcional es el “pequeño” Karakorum. Tan excepcional como nuestro amigo Karim. Conocí a ambos en 1983, en mi primera expedición al K2. Las expediciones, entonces, eran de corte clásico: pesadas, con cuerdas fijas, equipos de oxígeno y porteadores de altura. Era complicado acceder a información fiable y la poca que teníamos nos hablaba de la gran envergadura de la ruta elegida (la japonesa de la cara oeste), de la dificultad técnica de algunos pasajes, de que Otami, Yamashita y Nazir Shabir habían utilizado oxígeno para alcanzar la cima y de que en aquella expedición habían contado con la ayuda de dos porteadores de altura excepcionales: Rozzi Alí y Abdul Karim.

Entonces, de los siete días de la semana, la Karakoram Highway permanecía cuatro cerrada al tráfico por trabajos de mantenimiento y, para recorrerla eran preciso tres días. Aquella expedición nos llevó cuatro meses (fueron necesarios 11 días sólo para poder retirar la impedimenta enviada por cargo aéreo), así que los tres o cuatro días que hubimos de invertir para que encontraran a Rozzi Alí y a Karim por los valles aledaños a Skardú, nos pareció un plazo razonable. No podíamos, entonces, ni siquiera sospechar los beneficios de aquella espera. Ambos, efectivamente eran muy buenos. Pero Karim nos enamoró desde el primer momento: guardaba una calidez, alegría, empatía, simpatía, bondad, energía, lealtad… descomunales en un cuerpo diminuto. Me vienen a la memoria dos imágenes: una, descendiendo del Campo III al II en ¡diecisiete minutos!, lo que nos duró una conversación de walkie-talkie, y otra, al regreso, porteando una carga superior a su peso y que le cuadruplicaba en volumen. Sí: si la esencia del Karakorum pudiera guardarse en un ser humano, ese sería Karim. En posteriores expediciones, rara vez volvimos a contar con más porteadores de altura, pero continuamos contratando a Karim. No le necesitábamos como porteador. Simplemente, no entendíamos el Karakorum sin él. 

Mucho después, cuando ya dejamos de hacer expediciones a cotas extremas, nos dimos cuenta de que, en realidad, necesitábamos seguir compartiendo vida con Karim. Él y su hijo Hanif (el padre de Amina) han pasado temporadas en nuestras casas, nosotros (especialmente Sebas, el mayor pakistanodependiente que conozco) hemos visitado Hushé con frecuencia. En su valle, nacieron las fundaciones Sarabastall y Félix Baltistán y, por alguna de esas extrañas razones que a veces mueven el mundo, esta entrañable réplica a escala humana del Karakorum que es Karim, se quedó, desde 1983, prendida para siempre en nuestros corazones. Así que, cuando Karim le pidió a Sebastián Álvaro que le ayudara para que algunas de sus nietas pudieran llegar hasta donde había llegado él, quién sabe lo que pasó por la cabeza de nuestro pequeño amigo. Muchas veces me ha sorprendido comprobar cómo una misma actividad: una ruta, una ascensión, una aventura, el mismo camino hacia un mismo objetivo, con las mismas vicisitudes, con idénticos riesgos e incertidumbres compartidas… puede aportar sensaciones, experiencias, emociones y conclusiones tan diferentes a cada uno de los miembros de una misma cordada.

Existen casos -algunos muy conocidos- de compañeros de cordada a quienes no separaron amargas –ni dulces- experiencias vividas en común y sí lo hicieron sus diferentes relatos elaborados sobre ellas. De modo que, cuando menos, soy consciente de que todo cuanto viene a continuación puede no ser sino el resultado de un presunto –y profundo- error de interpretación personal. A veces, cuando me sincero conmigo mismo y pienso con prisa (algo bastante frecuente), tiendo a concluir que eso de complicarse la vida escalando montañas es propio de gilipollas –afortunados- que tenemos la vida resuelta. No es éste el caso de nuestros amigos de Pakistán. En los tiempos en que dediqué mis mayores energías a escalar montañas, nunca necesité preguntarme por qué lo hacía. Ahora no puedo evitar el tratar de descifrar las razones que llevaron a un buen musulmán como Karim, a “empujar” a tres mujeres, y no a ninguno de sus nietos varones, hacia las alturas. Porque ni Amina, ni Sudiqa, ni Mariom han sido las primeras, ni las únicas en escalar montañas, pero sí están entre las contadísimas chicas de Pakistán que lo han hecho hasta hoy. Intuyo que Karim quería –y quiere- ver a sus nietas en la cima de alguno de los “ochomiles” de su país. Y sé que Sebas desconfía de los atajos para alcanzar tales objetivos. De modo que, con buen criterio, eligió el camino indirecto, el complejo, el más largo: ése que pasa por experiencias previas en montañas más bajas. El que obliga a acumular conocimientos, a mejorar capacidades antes que a satisfacer impulsos rápidos de coleccionista. Ese camino que exige abordar un complejo conjunto de tareas que van desde la definición de las ideas básicas, objetivos parciales y finales, diseño de estrategias… hasta la búsqueda de patrocinadores que financien el proyecto sin olvidar los compromisos adquiridos por los patrocinados. Esa vía que, como ocurriera con él y con nosotros hace ya unas cuantas décadas, conduciría ahora a Amina, a Sudiqa y a Mariom a la comunicación, al relato de las experiencias vividas, a sorprenderse al encontrar respuestas para preguntas insospechadas y a conmoverse, incluso, al descubrir que también existen preguntas que no tienen respuesta. A fascinarse por universos inimaginados, algunos de los cuales se encontraban, sin embargo, dentro de los ya conocidos: en las laderas y en las cimas de sus montañas más próximas, en sus pueblos, en sus valles. Esos universos que asombraron a Amina, a Sudiqa y a Mariom, desde que, tras la cima del Mangilik Sar, pusieron pie en Skardú -capital de Baltistán- convertidas en el principal centro de interés de la prensa local, hasta su regreso a Hushé, su aldea, al verse aclamadas como heroínas por sus vecinos. Nuevos mundos que, para Amina, Sudiqa y Mariom no habían hecho sino comenzar. 

Mi hijo Jon, Amina, Mariom, Sudiqa y Hanif, hijo de Karim y padre de Amina

Aquellos nuevos mundos, a diferencia de los anteriores conocidos ya no tenían fronteras, era como si la cima del Mangilik Sar se hubiera tornado umbral mágico, capaz de transportar a Amina, a Sudiqa y a Mariom, no sólo a los paisajes cercanos, de los informativos locales, de las escuelas del Baltistán, de la universidad de Skardú… sino también hasta parajes lejanos como Madrid, Zaragoza, Tenerife, Bilbao… por primera vez en sus vidas iban a ver el mar y tantas otras cosas desconocidas. Iban a continuar su formación alpina con Miriam Marco, su guía, maestra y cómplice en sus montañas; las tres tenían abiertas las puertas para su progresión en todo tipo de espacios y paisajes futuros, todo era fantástico (digo yo, aunque vaya usted a saber)… hasta que un chorro helado de realidad acabó con los sueños de Mariom. Simplemente, su padre no consideró oportuno que ella saliera de Hushé. Fue como constatar la gigantesca disparidad entre dos mundos que, en realidad se encuentran en el mismo. Dos escenarios diferentes que albergan términos casi idénticos, dos nombres propios que son el mismo: Miriam y Mariom. Pero con qué diferentes consecuencias...  

¿Cuál pudo ser el sentimiento de Mariom al perderse el que, con toda probabilidad, hubiera sido el único viaje de su vida? Y ¿Cómo imaginar lo que, para Amina y Sudiqa, supuso aquel viaje de dos meses, su “verano del 2019”? Gracias al Mangilik Sar montaron en vehículos y comieron sentadas en mesas por primera vez en sus vidas. Vieron paisajes distintos, montañas “muy pequeñitas” que ni siquiera tenían glaciares, como los Pirineos o el Teide, pico al que subieron “demasiado despacio” en una jornada desde la playa; vivieron en ciudades enormes con casas muy altas, y llegaron a tocar un océano inmenso en cuyas orillas de arena había “personas tan pobres que ni siquiera tenían ropa para cubrirse”. Les encantó el pescado, la sopa de pescado, la tortilla de patatas… sobre sus cabezas -que nunca descubrieron-cayeron mimos, afectos y regalos de centenares de desconocidos, navegaron por las aguas “territoriales” de Zumaia y allí las “embarcaron” –y agotaron- en la aventura de correr (ellas jamás lo habían hecho) por montañas que nunca se separaban del mar en la bellísima Carrera del Flysch. ¿Qué pensarían de todos esos centenares de personas que corrían como posesos, sin motivo alguno por los alrededores de Zumaia? ¿De los miles que las animaban durante todo el recorrido? ¿De los versos y el aurresku de honor que les dedicaron antes de dar salida a la carrera? Y, sobre todo ¿Cómo les afectaría todo lo vivido por aquí para el resto de sus días? Poco antes de su regreso a Pakistán, Amina, de 19 años, confesaba no tener prisa en volver a casa, y sentirse “muy agradecida a todos, pero en especial a su padre” Hanif, por haber impulsado y no evitado este viaje para ellas. Añadía que “quería seguir estudiando, ir a la universidad, aprender a hablar castellano. Y que no quería tener hijos”. Sudiqa, con 16, deseaba que el tiempo pasara rápido para regresar cuanto antes, a pesar de que le parecía que “España era un paraíso para las mujeres”.

Yo, especialmente aquellos últimos días de su viaje pensaba todo el rato en Dersu Uzala, el personaje creado por Kurosawa. Y en su amigo el capitán Arséniev, que invita a su querido cazador y guía a su casa en la ciudad de Jabárovsk… hasta que éste decide volver a la taiga. Y en el rifle con que el militar obsequia a Dersu como regalo de despedida. Un rifle dotado de una potente mira telescópica que, espera el capitán, le ayude a compensar sus ya mermadas facultades para poder seguir cobrándose presas en los bosques siberianos. El mismo rifle que, convertido en objeto de deseo de ladrones sin escrúpulos desencadena, días más tarde, la muerte del entrañable Dersu. En una ocasión, al término de nuestro segundo intento al K2, allá por 1987, nuestro entrañable Karim declinó la invitación que le hicimos de venirse una temporada a España con nosotros. Fue el año en que le regalamos un rifle; en los durísimos inviernos del Karakorum, él también cazaba para sobrevivir.

Mi hijo Jon con Karim, en 2018, prácticamente en el mismo lugar de nuestra foto de 1986

 

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